Clara siempre había sido una niña risueña y alegre, pero, de la noche a la mañana, nada más cumplir doce años, la cosa se torció…
Clara adoraba a su perro Bingo y a su gata Mora, la música y el baile, pintar y dibujar, jugar con sus amigas, pasear con sus papás… Le encantaba aprender cosas nuevas cada día en el cole, y era realmente buena en mates. Clara siempre estaba contenta. Clara era feliz.
Y es que Clara nunca olvidará el día en que todo cambió, el día en que su mundo se desmoronó.
Era una nublada mañana de septiembre, era el tercer día de escuela. Las hojas de los árboles del patio caían lentamente y crujían bajo las pisadas apresuradas de los estudiantes. El otoño estaba cerca.
Caras nuevas, pero conocidas, ocupaban ahora los pupitres de su futura clase. Eran tres chicas, un año mayores que el resto. Eran las llamadas “repetidoras”.
Clara se había sentido muy observada desde el primer día por sus nuevas compañeras y, en ocasiones, hasta intimidada.
« ¿Por qué me mirarán tanto?», se preguntaba extrañada.
Ellas la observaban y observaban, murmuraban y murmuraban. En su tercer día de escuela, Clara supo enseguida que aquellas chicas no se lo iban a poner nada fácil…
― Clara es una foca ―oyó que decía una voz detrás de ella.
Enseguida, a aquel nefasto comentario le siguieron unas risas todavía más incómodas.
Las horas posteriores, Clara no fue capaz de concentrarse de nuevo en clase. Su eterna sonrisa había desaparecido de repente. Clara estaba triste. Clara deseaba irse a casa.
― ¿Qué te ocurre, cariño? ―le preguntó mamá cuando la vio entrar.
―Nada ―contestó ella de camino a su habitación.
Clara dejó su mochila sobre la cama, abrió el armario y se miró unos instantes en el espejo. Su mirada iba de arriba abajo y de abajo arriba. Contemplaba su cara, sus brazos, sus caderas y sus piernas.
«Quizás tengan razón, quizás parezca una foca…», pensaba entristecida.
Ella nunca había reparado en sus “kilos de más”, ella siempre se había visto guapa, siempre se había gustado. Aquella era la primera vez que se había mirado al espejo con los ojos de los demás, con los ojos críticos, con los ojos equivocados… A partir de entonces, la imagen del espejo dejó de gustarle y comenzó a obsesionarle.
Al día siguiente, y al otro y al otro…, Clara siguió recibiendo palabras desagradables de aquellas chicas. Sus comentarios eran cada vez más fuertes, más hirientes. A Clara le hacían daño en lo más profundo de su interior, eran como puñetazos directos al corazón.
― ¡Gorda empollona! ―le gritaban.
Le gastaban bromas pesadas, la desplazaban, la empujaban, la amenazaban…
¿Las razones? Nunca las sabría, y tampoco importaban realmente. Tal vez, aquellas chicas sentían cierta envidia por las buenas notas de Clara, por la dulzura de su voz y la belleza de su interior. Tal vez, también querían llamar la atención para demandar el afecto que en casa no tenían. Tal vez, buscaban ganarse el aplauso y la aprobación de los demás para sentirse mejor. Lo que estaba claro, es que conseguir la popularidad a costa de perjudicar a una compañera era una trampa egoísta que acabaría volviéndose en su contra tarde o temprano…
Cada vez que abría los ojos ahí estaban ellas. Cada vez que cerraba los ojos ahí estaban ellas. A todas horas en su pensamiento, día y noche… Las pesadillas no solo existían en sueños, ya no sabía cómo ponerse a salvo. Así que Clara se refugiaba en la comida y, sobre todo, en los dulces, pues estos eran de las pocas cosas que la alimentaban de dulzura.
Todas las mañanas se levantaba cansada, como si apenas hubiera dormido, y atemorizada, como si el miedo nunca se hubiera ido. Iba al colegio sin la más mínima motivación, y con la mochila y el tormento cargados a su espalda. Su rendimiento en clase había bajado, sus notas ya no eran las de antes. Ni sus papás ni sus profes se explicaban aquel cambio tan brusco. Estaban todos muy preocupados, pero Clara no hablaba. Clara no le decía a nadie nada. El miedo, la vergüenza y la tristeza eran las emociones que continuamente la acechaban, que le impedían actuar y que la alejaban de la realidad.
Tampoco Bingo y Mora, sus mascotas, entendían lo que le ocurría a su querida amiga. Bingo se recostaba sobre los pies de su cama para darle su cariño y Mora ronroneaba al pasar por su lado suplicándole algo de atención. Ella ya no tenía tiempo para jugar con ellos, solo tenía tiempo para pensar y pensar qué es lo que había hecho mal, para llorar y llorar su tristeza a escondidas.
Solo sus amigas, sus dos grandes amigas, lograron ayudarle. Ellas la habían intentado animar durante aquel calvario, la habían defendido, le habían demostrado su confianza y apoyo.
―Habla con tus padres, Clara.
―Y con los profesores ―le aconsejaban.
―Pero, ¿y si no me creen? ¿Y si no me hacen caso? ¿Y si ellas se enteran y se vengan…? ―sollozaba.
Y es que Clara tenía miedo, mucho miedo. Miedo al qué dirán, al qué pensarán, al qué pasará... Eran miedos lógicos, eran miedos normales, pero a la vez eran miedos inútiles que la dejaban bloqueada y estancada en aquella triste situación sin dejarle ninguna escapatoria. Clara debía superar esos miedos, debía ser valiente y afrontar cualquier consecuencia. Clara tenía que hacerlo si quería poner solución…
―Nosotras te ayudaremos, Clara. Te acompañaremos.
Una tarde, a la salida de clase, ella y sus amigas fueron juntas a su casa. Clara, por fin, se había decido a contar la verdad y a pedir ayuda. Su mamá, cuando vio a las tres niñas aparecer se quedó muy extrañada y supo enseguida que tenían algo importante que decirle. Clara no sabía por dónde empezar y, muy nerviosa, comenzó a llorar desconsolada. Llorar era bueno, llorar aliviaba su corazón, llorar le ayudaba a sanar. Mamá la abrazó muy fuerte y sus amigas le contaron lo sucedido. Esta les agradeció su sinceridad y valentía y se quedó un rato pensativa.
―Mañana iremos a hablar con tu tutor y con la directora. Sé cómo te sientes, cariño… No te preocupes más, vamos a poner fin a todo esto. Todo va a salir bien ―la tranquilizó.
Por la noche, mamá se lo contó a papá y, al día siguiente a primera hora, se presentaron los tres en la escuela para hablar con su profesor. Se reunieron todos en el despacho de la directora, Clara volvió a armarse de valor y les contó lo sucedido. Minutos después su tutor salió y regresó con las tres chicas que atormentaban a Clara. Ella estaba muy nerviosa, se le hizo un nudo en la garganta nada más verlas, tan serias, con sus miradas amenazantes… Ninguna habló, ninguna contestó. Solo escuchaban cabizbajas las palabras de la directora. Su cobardía salía ahora a relucir, la que habían demostrado acosando a su compañera durante tanto tiempo, robándole la alegría que a Clara le pertenecía. A regañadientes y bajo petición expresa de la directora, eso sí, le pidieron perdón.
― No se volverá a repetir ―dijo muy firme y tajante la directora dando por finalizada la reunión.
Cuando salieron, Clara respiró aliviada y empezó a encontrarse mucho mejor.
―Has hecho muy bien en contárnoslo, Clara, eres muy valiente. Estas situaciones debemos conocerlas, solo de esta manera podremos acabar con el acoso escolar y la agresividad en las aulas ―le dijo el tutor.
Clara se sentía muy agradecida por la gran ayuda recibida. Volvió a ser la niña alegre de siempre, aunque ahora más madura, más segura y más fuerte. Estaba convencida de que nunca le faltaría el respaldo de sus papás, sus profesores y sus amigas. Pero, ante todo, aprendió que ella misma era el mejor escudo ante cualquier problema, que los insultos eran palabras vacías y que, si ella no lo permitía, nadie jamás le molestaría.
Entró en su cuarto y se miró al espejo detenidamente, y con sus propios ojos, los ojos del corazón, los que no mienten…
«Solo yo decido como quiero verme y como quiero ser», se dijo para sus adentros.
―Yo te veo perfecta y eres una chica estupenda― le contestó el reflejo.