Conejo Viejo


En las altas colinas de Pueblo Conejo habitaba un conejo muy mayor y solitario. Solo salía de su madriguera para ir en busca de agua y comida. No se relacionaba con nadie más, ni siquiera con él mismo. Era el más anciano del lugar, contaban que superaba incluso los cien años y usaba un garrote para caminar. Por todos, era conocido como Conejo Viejo. Él quería vivir solo y tranquilo sin que nadie lo molestara. No tenía pareja, ni hijos ni nietos. Nunca había regalado su amor a nadie, pues no creía tenerlo. En realidad, lo que no sabía es que el amor lo guardaba dentro, muy dentro de él… No le interesaba la amistad porque pensaba que no existía y que los llamados “amigos” tarde o temprano acaban defraudándonos. En el pueblo hablaban muy mal de él, decían que era muy huraño e insensible, que no tenía corazón. Pero ellos no comprendían que Conejo Viejo jamás había recibido un beso, un abrazo o una palabra bonita de nadie.

Una mañana de sol espléndido, salió a recoger provisiones de hierbas y plantas para no tener que salir en toda la semana de su guarida. Había pasado mucho tiempo dentro y, cuando salió al exterior, la brillante luz del día le enturbió la poca vista que le quedaba a su edad. Tanteó con la patita el terreno, agarró la cesta para abastecerse y, con la otra patita, el bastón de madera que siempre dejaba fuera de la oscura madriguera. Se apoyó en él para ponerse de pie, estiró poco a poco sus músculos entumecidos y comenzó a caminar despacio y sin rumbo fijo por el campo. Como apenas podía ver lo que había a su alrededor, se dejó guiar por su riguroso olfato para dar con los alimentos que buscaba.

A lo lejos, escuchó un sonido alegre y jovial. Era una voz cantarina que se aproximaba cada vez más. «Debo irme de aquí, no quiero que nadie me vea», pensó. Dio media vuelta y vislumbró unas plantas muy coloridas que desprendían un delicioso aroma. «Oh, un pequeño arbusto con flores… Por fin he encontrado alimento para toda la semana». Empezó a coger una flor, luego otra, y otra… Y así fue metiéndolas en su cesta.

Puede llevarse todas las que quiera. He cogido muchas y hay de sobra para los dos ―le dijo una pequeña conejita.

Vaya, no era mi intención robártelas… Mi visión es borrosa y no me había percatado de que este montón de plantas y flores es tuyo… ―se disculpó avergonzado, disponiéndose a sacarlas rápidamente de la cesta.

No lo haga ―le interrumpió ella―. Estás hierbas no son mías, sino de todo el que las quiera. Yo solo las he recogido, y me haría muy feliz compartirlas contigo.

El conejo estaba muy sorprendido. Él jamás habría tenido un gesto así con nadie y no entendía el extraño comportamiento de aquella muchacha.

No puedo aceptarlo, seguiré buscando alimento por mi cuenta.

Él no se sentía merecedor de un acto como aquel.

Lléveselas, por favor ―insistió. La conejita tampoco entendía el comportamiento del anciano.

Deseando salir de aquella incómoda situación, y sin mediar palabra, el conejo dio media vuelta con la intención de marcharse. Apenas hubo dado un paso, tropezó y cayó, lastimándose su endeble patita.

Ay, ¡qué mala pata! ―se quejó, sin saber que aquel tropiezo transformaría por completo el resto de su vida.

Enseguida, la pequeña acudió en su ayuda:

¿¿Está bien?? ¿¿Se ha hecho daño??

¡No! Y no necesito ayuda de nadie ―gruñó. No quería reconocer que le dolía para no dañar su orgullo.

Pues a mí me parece que sí… ¡Deje que le eche un vistazo!

Conejo Viejo no salía de su asombro. Después de su actitud arisca, ¡ella aún quería ayudarlo! Como casi no podía moverse, y él solo no podía levantarse, no tuvo más remedio que quedarse allí sentado y esperar...

¡No se preocupe! Conozco un remedio infalible para aliviar los golpes. Machacaremos estas dos plantas, las mezclaremos con un poco de agua y tendremos el ungüento perfecto para su patita. Así, pronto podrá marcharse a casa si lo desea.

La pequeña aplastó con ayuda de un palito dos plantas verdes y gruesas, añadió un poco de agua y con una hoja grande untó la mezcla en la pata del anciano. Él observaba con ojos incrédulos el esmero y cuidado con que lo hacía. Como por arte de magia, el dolor fue desapareciendo y, poco a poco, fue encontrándose mucho mejor. «Es increíble, este ungüento funciona de verdad…», pensó desconcertado. No imaginaba que lo que realmente le había curado era el cariño con que aquella niña lo había tratado. La amable conejita se agachó, lo miró dulcemente a los ojos y le acarició el hombro.

¿Se encuentra mejor?

Sí ―se atrevió a reconocer, cabizbajo.

Me alegro ―sonrió ella.

Sin saber cómo, a Conejo Viejo también se le escapó una tímida sonrisa. La bondad y el afecto de aquella niña hicieron que aflorara en él un extraño sentimiento que jamás había experimentado. Empezó a sentirse muy agradecido por todo aquello y una palabra mágica, tampoco antes pronunciada, escapó de su boca.

Gracias.

Eso le hizo sentirse tremendamente en calma.

No hay de qué ―volvió a sonreír ella―. ¿Sabe? Yo siempre he querido tener un abuelo con el que hablar, jugar y salir a pasear. Dicen que los mayores como usted tienen mil cosas que contar y enseñar a los más pequeños. ¿Es eso cierto?

Conejo Viejo no sabía muy bien qué responder. El tenía muchos años, más incluso que cualquier otro vecino del pueblo, pero su vida había sido tan tranquila y solitaria que no tenía demasiadas cosas que contar. De hecho, sentía que aquella joven tenía mucho más que enseñarle a él.

¡Esperanza! ―interrumpió una voz a lo lejos.

Es mi papá, me estará buscando para ir a casa a comer. ¡Estoy aquí! ―respondió ella.

Cuando su papá llegó y vio a su pequeña acompañada de Conejo Viejo, se quedó muy extrañado, pues él nunca se había dejado ver en compañía de nadie.

Hola, ¿está usted bien?

Ahora sí, su pequeña ha sido muy amable conmigo ―respondió con timidez nuestro protagonista.

Esperanza le contó a su papá el tropiezo del anciano, quién todavía no tenía fuerzas para levantarse y estaba algo cansado.

―Venga entonces a comer con nosotros. Debe de estar hambriento y tiene que reponer fuerzas. Le ayudaremos a caminar, nuestra casa queda muy cerca de aquí.

No se moleste, yo ya me iba ―dijo sin saber cómo haría para llegar hasta su madriguera.

Por favor, ¡me haría mucha ilusión! ―le rogó la niña.

Conejo Viejo estaba algo confuso entre tanta amabilidad, nunca había visto nada igual. En parte se sentía en deuda con la pequeña, tenía mucha hambre y necesitaba descansar.

Está bien, iré con vosotros.

¡Genial! ―gritó Esperanza sonriente.

Papá y ella lo ayudaron a levantarse, cogieron su bastón, su cesta con las provisiones y regresaron a casa. Mamá también se puso muy contenta de tener visita y recibió a nuestro amigo con los brazos abiertos. La comida estaba deliciosa, y comer acompañado era muy agradable. Hablaron todo el tiempo de temas muy interesantes. Conejo Viejo les contó cómo era el pueblo y sus costumbres durante su infancia y juventud. Se dio cuenta de que, gracias a su edad, sí tenía mucho que contar, pues recordaba más cosas que nadie de aquel lugar. Ellos lo escucharon muy atentos y le hicieron sentir como en casa. Estaba tan a gusto, que ni se le pasó por la cabeza marcharse a su madriguera. Jamás se había creído capaz de hablar y sonreír tanto. Por primera vez en su vida se sentía feliz.

Tras aquel maravilloso día, el corazón de nuestro amigo se ablandó, despertando en él un sentimiento insólito: el Amor. Así que empezó expresarlo allá donde iba. Y es que cuanto más lo daba, más lo recibía…Tanto se ganó el cariño y aprecio de aquella amable familia que Esperanza lo llamaba “abuelito”. En el pueblo era tan querido que todos los niños querían jugar con él y escuchar sus batallitas.

Fue así como Conejo Viejo comenzó a vivir, a VIVIR de verdad.


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